Salir a correr da tiempo para pensar, en hechos y personas. Me gustaría decir que en hechos y personas importantes, pero ahí ya no soy objetivo.
Tras tres días de asedio encuentro hueco y tranquilidad para sentarme y vomitar esta bilis que me corroe.
Las casualidades no existen. Pensando en lo que esta guerra personal me ha costado, me está costando; pensando en mi próxima entrada del blog, tema y título. Llegar al ordenador de manos de mujeres de belleza y lealtad incomparables y encontrarme con el mismo libro. Libro que sale del disco duro al buffer de lectura.
Estoy inmerso en una guerra personal, emocional, terrible. Esta guerra me ha embrutecido, ha acabado con mi yo persona, con mi yo emocional. Con el yo que amaba, soñaba, deseaba escapar contigo. En este enfrentamiento vital que sostengo, la supervivencia es el único objetivo. El mundo se reduce a neutrales o enemigos. No existen los amigos, no queda rastro del amor. Todos los bombardeos han acabado arrasando esta ciudad, y sobrevivo en lúgubres sótanos. No queda ya nada de ti.
Equivocado. Perdido. Huyendo en una dirección errónea, cada vez más lejos. Cada vez montañas altas, países más lejanos, pero ni remotamente donde quiero estar. Huyendo, adentrándome cada vez más en el infierno, dirigiéndome como palomilla hacia la luz para acabar quemándome. No hay sentimientos, no quedan ya mujeres de lealtad y belleza incomparables en quienes refugiarme. Todas han caído bajo la implacable, desafiante luz de la realidad, de las bombas, de las asechanzas.
Sólo quería una vida. Refugio. Salvación. Sólo quería rendirme a tu lado, a tus pies. A tu risa. Olvidarme de todo y de todos y dedicarme a ti.
Escogí mal el camino en los senderos que se bifurcan. Es lo que tiene la guerra: lo urgente supera a lo importante. Sobrevivir supera a vivir.