Hoy ha sido un día largo, desagradable a ratos. No ser dueño de mi tiempo, no poder abarcar a todos los que esperan algo de mí me supera, aunque todavía puedo manejarme bajo tensión. Siempre he funcionado mejor así, aunque ahora tengo un par de vías de agua importantes en lo profesional y un desierto en lo emocional. Gajes del oficio.
Voy leyendo a Javier Marías, una recopilación de artículos titulada «Juro no decir nunca la verdad», un libro comprado junto con otro de Hamlet, con mi hijo, para ver si consigo enseñarle que una buena biblioteca es una buena inversión para la vida. Por ahora él devora a Jerónimo Stilton y a Los cinco. Algo es algo.
Este hombre, Javier Marías, no era santo de mi devoción cuando compartía espacio con Reverte. Yo era más del estilo directo al mentón, aparte de recordarme mucho a mi queridísimo Emilio. Pero que el Capitán Alatriste rindiera respeto al Rey de Redonda no era casualidad. Javier Marías escribe como dios, domina el lenguaje y el idioma, y es capaz de escribir frases interminables que requieren de mapa y brújula, y una celda de monasterio para sacarles todo el jugo.
Me he dado cuenta de que, aparte de la malsana envidia por la manera que tiene de escribir, coincido demasiado con este hombre. Veo, salvando mil distancias, una clara similitud. Por eso el artículo anterior está dedicado a ciertas personas tóxicas, a ciertos demagogos (son legión, como los demonios de Marcos 5-9) que pululan en nuestra política y que están causando sólo daño. Sólo daño. Es difícil mantener firme el timón cuando hasta los tuyos son súbditos del país de los ciegos que no quieren ver.
Por otro lado, el vals no es solución pero ayuda, ya distingo algún color, ya conozco gente que vale la pena. No debí saber quién eras, no debí contar mis penas.