La sombra del ciprés

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Es lo malo que tiene el método científico: que obliga a uno a plantearse si puede estar equivocado, si lo que hace es correcto o no, y si podría hacer algo más. Quienes no usan el método científico están tan en posesión de la verdad que nunca dudan, hasta que ya la catástrofe es inevitable. Y aún así ni se sienten culpables ni dejan de acusar a los otros.

He tenido mucha suerte en la vida: nada me ha sido fácil. Ahora, aunque pueda parecer lo contrario, sigue todo igual. Lo único que me daba estabilidad lo tengo abandonado, y las nuevas aventuras están condenadas al fracaso por el egoísmo y la miopía. Suerte que no me va la vida en ello, pero me jugué mucho para que ahora me lo malvendan en un mercado persa. Era de esperar, todo sirve para aprender.

Y el resto sigue haciendo agua. Agua. Hacer aguas es otra cosa. Sigo sin creer en lo que hago, sin hacer lo que creo. Me han desmontado cualquier espejismo de felicidad, me has despertado de mis sueños. Ya no me queda ni tu risa ni tu pelo, estás tan lejos que has dejado de ser. Así que me quedo solo, buscando razones para levantarme todos los días, para que la realidad no me acabe pasando factura, para que no se derrumben sobre mí las montañas de trastos que almaceno en mi trastero.

Y sigo sin fotos que echarme a la boca. No me queda ni siquiera la Maga, ni París ni Buenos Aires.

Algo saldrá de todo esto.

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