A veces me siento como si esto fuera la guerra de Vietnam. La vida como una guerra, como el niño yuntero de Miguel Hernández. Ni un minuto de paz, ni um minuto de sosiego. Todo es una lucha continua, todo es acoso y resistencia y defensa y, a veces, hasta ataque. Responsabilidad, obligaciones, rutina amenazadora y amenazante. Sueños rotos, abandonados, mancillados. La esperanza agotada.
Por eso te echo tanto de menos. Echo de menos la sencillez, poder perseguir un sueño, no preocuparse del mañana, compartir conciertos y risas y ternura y locura y puestas de sol. No preocuparse nunca por el mañana, que es un monstruo que acaba por no existir, de la misma manera que no existe el invierno o el infierno. Alguien como Holly Golightly o Amelie. Alguien loco y despreocupado, con esperanza todavía.
Es muy importante esto de la esperanza. Alguien a quien pueda proteger para que no pierda su esperanza, su inocencia. Que crea que todavía hay un futuro. O no. Sin futuro. Que me ceda un poco de sitio en sus sueños y nos dediquemos a perseguirlos. Sin responsabilidad, sin pensar. Sólo tú. Sólo yo.
«Es muy peligroso, Frodo, cruzar la puerta,» solía decirme. «Vas hacia el Camino, y si no cuidas tus pies no sabes hacia donde te arrastrarán.» Hay abismos a los que es mejor no asomarse, porque quizá te atrapen y te arrastren a su fondo insondable. Abismos de tu escote, de tus caderas, de tus ojos, de tu risa. El abismo que dibuja una mujer maquillándose ante el espejo. Últimamente me asalta la idea de arrojarme en tu abismo y perderme para siempre. No hay salida de emergencia, son malos tiempos para la lírica, no hay tiempo para la ternura. No hay etiquetas para calificar esta entrada en esta pobre bitácora, tan ajada y cansada que está apuntalada con los versos de mis huesos, con los huesos de tus besos. Quizá por eso estoy así. Quizá porque te echo de menos, aún sin saber quién eres. Aún buscándote entre las balas y las trincheras de la vida.