Ayer, cosas que pasan, recibí una andanada de esas que te tiran al suelo y te dejan sentado en el suelo, desarbolado, sin saber qué pasa. Ya no sé si es oficio o supervivencia o instrucciones del «Manual para hundimientos generalizados», la cuestión es que me levanté, subí al caballo y seguí peleando, aguantando la embestida, dando la cara y dejando el listón a la altura. Sin corazón, todavía sigo vendiendo caro el pellejo, todavía sigo siendo un enemigo a no desdeñar.
Conduciendo en la noche, se clavaron, cómo no, dos canciones. Dudando entre el «no diré» y el «tal vez te acuerdes de mí«, conseguí llegar a base y esperar el nuevo día. Últimamente son demasiados los días en el que el premio añorado es poder acostarme a esperar que llegue la próxima aurora de rosáceos dedos.
Así que me quedo sin ganas de escribir poesía, porque no sale, ya no porque esté roto, conditio sine qua non para escribir poesía, sino quizá porque lo que está roto es el corazón, porque ya no sé si es que no llegas o que te fuiste o que no quieres venir, y yo sigo aquí, sentado en la puerta de mi casa, esperando a que llegues.
Esta tarde, monte arriba, quizá pensaba en que no lo voy a luchar. Aunque queda en mí más de lo que parece, aunque podría encender todavía dos lunas en tu espalda. Sólo me queda el triste consuelo de que estoy aquí por voluntad propia. Que podría haberme ido, podría haber logrado lo que me hubiese propuesto, quizá lo he hecho, y por eso estoy aquí. Aunque no logré a quien me propuse. Cosas que pasan. Ayer.
Hay motivos para preocuparse, por mucho que se empeñen en decirnos que no.