Hay días, yo no sé. Aunque realmente son noches, anoche concretamente, en la que me asaltó esa desazón, esa inquietud de que una desgracia infinita, sorda, maquiavélica se enseñorea de mi vida. Una desgracia como un tren infinito que recorre mi geografía de norte a sur, con sórdidos, tenebrosos vagones repletos de recuerdos que sacan sus escuálidos brazos por los ventanucos de las portezuelas, por las ventanas desvencijadas. Una tristeza que comenzó casi desde que nací, que me acompaña onerosa impidiendo felicidad, disfrute. Que me impide vivir. Una desgracia de salón, cuando cierro los ojos por las noches y no veo más que fantasmas y todo son ausencias y sueños pútridos que nunca se cumplieron,, que nunca se cumplirán. Una desgracia que me impide disfrutar el presente, amar a quien me ama. Una desgracia que siempre me impele a dar un paso, a huir de ti para ver si te encuentro otra vez, a buscar las fuentes del Leteo para beber hasta hartarme, hasta ahogarme. Una desgracia incomprensible, inexplicable, inefable, irrefragable, nimia a los ojos de otros desgraciados. Una desgracia que me impidió ser yo, que me atrapó en este muñeco vacío, huero, que apenas si es sombra de lo que en realidad quiero ser. Que me alejó tanto de ti como de mí, tanto de mí como de todos. Que me impidió ver tus ojos cada vez que yo abría los míos, que me condenó al paraíso sin pedirlo, cuando yo lo único que buscaba era perderme en tu infierno.