Tenía más cicatrices
en el cuerpo que el alma.
Por las noches, en su cama,
levantaba la improbable cartografía
que dibujaban las suturas,
con su promisoria ruta violácea,
hasta el hueco de su almohada.
Con la luz apagada
leía el braille de su piel,
mientras preguntaba qué escondían
las bellas cicatrices de su alma,
costurones que marcaban el camino
que había recorrido su corazón
hasta cruzarse por el mío.
No tuve tiempo
de escribir el deseado atlas
de su piel y de su alma.
Hubo terremotos,
maremotos,
volcanes,
cataclismos
que destejieron
noche a noche
mi anhelado sudario.
Se separaron los continentes,
nacieron cordilleras,
como nuevas cicatrices
en su piel, en su alma, en su corazón.
Se interrumpió,
se canceló
mi trabajo de cartógrafo
y nuestros caminos siguieron las trazadas
de las aves migratorias
que buscan otros soles
en su espalda.
Todavía guardo todo:
los mapas, compases,
brújulas teodolitos,
y un trineo con perros y vituallas
para encontrar un paso
entre las cumbres que ahora nos separan,
para terminar
el mapamundi de tus caderas.