Del dolor de las hadas

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A veces uno se queda sin palabras. De esas veces, unas son porque no sabes qué decir, y otras porque en la vida hay cosas que viene así y no queda mucho que decir.

Recuerdo a una amiga, perdida en los tiempos y en el espacio, que decía que no hay mal pequeño para uno mismo, y que todos los dolores tienen la misma importancia para el que los sufre. Nunca estuve de acuerdo con ella, y a veces me siento culpable de mis quejas banales cuando en otros barrios las cosas van mucho peor que en el mío.

He leído mucho, y en ningún sitio encontré por escrito que la vida fuera justa: la vida es dolor, Alteza, y quien quiera que diga lo contrario pretende engañaros. Y, aunque no todas las lágrimas son malas, a veces uno puede dejar de llorar, por fuera o por dentro, por quien conoce o a quien añora sin dormir a su lado.

Lo único que me sirve a mí para dormir por las noches es saber que uno ha peleado hasta el final. Que ha hecho lo que se podía y lo que no se podía para evitar la derrota, a veces aun sabiendo que no había victoria posible. Haber vendido el pellejo, el propio y el de los amados, lo más caro posible, y no haberle puesto a la vida, cruel ramera voluptuosa, la otra mejilla. A veces sólo queda eso.

Lo siento, Hada, hoy no me salen las palabras.