Me hastía la vida. Me cansa de una manera enfermiza. No soporto todo ese tráfago que me rodea, todo el rosario infinito de errores que me ha traído hasta aquí, tan lejos de ti.
No soporto nada ni a nadie, ni siquiera esas renuncias silenciosas que me permiten sobrevivir. Ni siquiera esa realidad tirana que me ha golpeado con saña hasta hacerme sangrar los labios y la nariz y el alma por haberme equivocado, tan profundamente, por haber leído tan mal las letras del mundo que están escritas en el vuelo de los pájaros y en la sombra de tu pelo, por haber creído que valías la pena a los ojos miopes de mi corazón.
Hambre, sueño, dolor, incertidumbre, defección. ¡Cuánta maldad sin advertirla siquiera! Cuánto dolor tan evitable y, aún así, tan necesario, cuando a las puertas de tu corazón se estrellaron mis ejércitos sin presentar batalla. No valió la pena morir a los pies de tu murallas, a la vista de mis mayores. No fue honor sino locura, locura de amor de un ciego, sordo y mudo.
No acabo de soportar el mundo porque mis errores lo han convertido en un desierto hirsuto de tus recuerdos afilados que me hieren cada vez que me doy la vuelta en mi solitario jergón.
No. No me acostumbro.