Y pese a esa certeza de que todo está perdido, no cejo en el empeño de hacer algo distinto. De conseguir estar satisfecho conmigo mismo.
Hace un par de días tuve miedo. Tuve miedo al ver las fotos de los usurpadores que agotan todas las venas de mi mundo. Tanto tiempo acostumbrado a ser parasitoado que uno siente un complejo de Estocolmo, un miedo a que esa ponzoña esté mejor adaptada que los que deseamos hacer el bien.
He salido a hombros de peores plazas, y he probado mieles y hieles de muchos hornos, y no será menos ni más en esta ocasión. Y tanto mundo y tanta guerra y tantos errores y tantos aciertos, tantos amaneceres y rayos C resplandeciendo no han servido siquiera para encontrar un atisbo de felicidad. Todo salió mal desde el principio y, sin embargo, todo salió de acuerdo al plan. Pero claro, quizá el plan estuviese equivocado.
La vida es mucho más fácil de lo que imaginamos y, pese a todo, nos empeñamos en meter la pata. Mejor apagar la luz y sumirse en la ignorancia supina que es fuente de felicidad.
Me equivoqué de camino y cuando quise pedir socorro estaba en la tierra de las serpientes y los ladrones de esperanza, y sólo me quedó la pacotilla y una caja de cerillas para hacer fuego. Llamé al cielo y no me oyó, quizá no había cobertura en los corazones equivocados. y todo fue un error escogiendo el objetivo.
Quizá un día os cuente mi vida. La otra, la que no viví, la que debía haber vivido para arrepentirme de ella pero no lo hice, y tomé la vida equivocada, la vida de los otros que vivo vicaria mientras espero que todo se hunda para empezar de cero. Pero lo diseñé tan bien que mi infierno es indestructible, además de adiabático.