Llegó el viernes, por fin, en una terrible semana que no es sino preludio de otra aún peor. Llega el fin de semana, y podré ocuparme del Twitter, de mí, de los blogs de otras almas perdidas en la inmensidad de la nada, y veré a Marwan, amigo aun sin conocerlo, y trataré de olvidar.
Porque hoy quería hablar del olvido. Del olvido a que a veces tenemos que relegar a ciertas personas para poder salvarnos. Personas de quienes esperabas demasiado y no te dieron oportunidad alguna. No hay cortesía profesional en el amor ni en la guerra. O personas que esperaban de ti algo que no podías, que no querías dar.
Duele recordar todo ese amor derramado para nada, por nadie. Recordar aquellos momentos con la tristeza de que todo fue un lamentable, inconmensurable error. Que hay que tomar un tren y poner tierra de por medio, «el día que te ibas a volver descarrilaron trenes, aún me acuerdo«.
Así que me duele a esas personas a las que tengo que olvidar por prescripción facultativa, pese a verlas a veces, comer con ellas, tener largas conversaciones por teléfono, como si vieras, comieras o hablaras con espectros que zarandearon tu vida y ahora son tristes sombras sin valor alguno.
Quizá fue porque ayer la vi, o deseé verla, o me la recordaron todos los coches que trepidaban por la Gran Vía o los viejos bloques de edificios decrépitos y anacrónicos que guardan los tesoros.
Y también hoy, viajando por sórdidas rutas que los pájaros olvidaron y los hombres transitan sin prestarles atención ni corazón, me han asaltado los recuerdos de un viejo amigo que el tiempo se llevó. Me gustaría poder creer que estará al lado del Duke, buscando a Debbie entre tribus indias. Pero sé que no. Sé que murió y ya no es nada sino mi recuerdo y el de otros seres como yo, que lo quisieron y que guardan tan sólo su memoria, humilde y pobre. Y nada queda de él ni de nosotros. Sólo memoria de amigos que a su vez moriremos y se perderá para siempre su recuerdo, y luego el nuestro, y así, a pequeños pasos, volveremos a ser nada.
Como tú y yo.