Llevo una temporada, demasiado larga, que todo lo que pasa a mi alrededor me supera, me abruma y me deja sin capacidad de reacción. Hay unos cuantos aspectos de mi vida (Ampa, mi empresa, el no saber decir que no a nadie) que me quitan infinito tiempo y energía. Tiempo y energía que robo a mi trabajo, y a mí mismo. Que consiguen que llegue al final de cada día aborrecido, desanimado. No hay manera.
Mañana, además, voy a ser reelegido director de departamento, y tengo que dar una especie de programa electoral. Y en dos semanas empiezan unas clases de un máster al que le hemos dado la vuelta. Y el mundo se derrumba, y yo me desenamoro a marchas forzadas.
Tengo todo abandonado, desde lo más nimio a lo capital, a mí y a mis compañeros, a todos los que me rodean, a los que me quieren y a los que no. En esas circunstancias, queda poco espacio para la ternura. No puedo y no quiero nada, menudo follón.
«Ojalá viváis tiempos interesantes» dice la maldición china. Ya no sé ni para dónde tirar. Todas las mañanas simplemente me levanto, procuro hacerme pocas preguntas y me dedico a darme bofetadas con mi vida.