Nunca me habían gustado los relojes, básicamente porque me olvidaba de que los llevaba y los destrozaba, ya que en cualquier momento me ponía a hacer cosas improcedentes como meterlos debajo del agua, irme al campo y no a coger flores precisamente, golpes, etc.
Todo eso cambió cuando me regalaron un Viceroy de titanio (normalito, de unos 100€) que era capaz de soportar mi ritmo de vida. Me enamoré de ese reloj. Estaba (y estoy encantado con él). Pero pasó lo que pasa en todas las relaciones sentimentales: llegó el final. De la manera más curiosa: se jubiló el único relojero de mi pueblo, y tuve que hacer el mantenimiento en las joyerías, donde cambiarle la pila al reloj empezó a ser doloroso y caro. Doloroso porque te devolvían el reloj con la goma antihumedad pillada por fuera con la tapa, caro porque te decían que habían dejado el reloj como nuevo por sólo 44 euros (después de que él mismo cambiara la pila y al medio año se parara otra vez) y no acerté a ver qué narices había hecho. Por nbo hacer, no fue ni por cambiar un pasador de la pulsera que estaba doblado.
Así que decidí que no quería sufrir más en manos de incompetentes, y nunca me compraría un reloj que tuviese que llevar a cambiarle la pila: me iba a comprar relojes automáticos, de los que se cargan con el movimiento. Y me di cuenta de que eso es todo un mundo.
Me encanta ese mecanismo de relojería, nunca mejor dicho, esa maquinaria precisa, frágil y a la vez duradera, ese encanto de que se pare, de ponerlo en hora, de cuidarlo y preocuparte de una manera despreocupada. Y de ser un friki.
Ahora tengo un Seiko que es un tractor, más duro que los bocadillos de grava, y tres chinos automáticos imitando a relojes buenos que funcionan mejor que los originales. Y es que un automático suizo está a partir de los 300 euros, y con los no-relojeros que hay en mi pueblo, no me atrevo a llevarlos. Mejor relojes baratos que cuando mueran irán al cementerio de los sueños rotos.