Cuando te conocí no sonaba de fondo ningún violín, y sin embargo aquel día todo empezó a ponerse de color verde y tu risa resonaba por aquellos pasillos tan impersonales como los de un hospital psiquiátrico. Y entonces cada minuto era un día y cada día un suspiro, y las noches que corrimos entre camiones de basura y por paradas de metro, entre el alcohol barato y los bares donde se borran las caras y se anestesian los corazones, esas noches las guardé en un cajón de la memoria etiquetado con tu nombre.
Y te besé todas las cicatrices de tu cuerpo y me perdí en ellas tantas noches que a la luna se le desgastaron los bordes y se quedaron romos y entonces sí parecía un trozo de queso roído por los ratones de los dibujos. Busqué entre los pliegues y las arrugas de tu corazón las cicatrices que lo surcaban y traté de consolarlas, de curarlas, de borrarlas como aquel que quiere salvar a quien no desea ser salvado, y te tatué mil besos en la nuca y el tobillo y me tatuaste el corazón con el deseo que en las noches de verano adolescentes nos embriagan y nos llevan a Nunca Jamás a traer a Wendy de la mano por el camino más largo y oscuro.
Me instalé en tu vida, en un rincón de aquella habitación donde recogías todos los muebles viejos de los contenedores y les limpiabas la carcoma y la mugre y los recuerdos de las personas sin nombre que antes los habían habitado, usado, vivido; me instalé sin apenas equipaje, dejando atrás mi pasado y mi ropa y mis libros y mi música y mi vida anterior que no tenía pies ni cabeza ni corazón, con la esperanza de poder mirarte siempre que no te dieras cuenta, y despertarse a tu lado era escribirte un poema todos los días en el libro de los días que duermo a tu lado. Cada rincón de la esperanza se llenaba con flores y mariposas y billetes de autobús y puestas de sol y carreras por el parque y sándwiches de mostaza con gominolas que reverberan a la luz de tu risa. Me acostumbré a no pensar,a no doler, a no esperar nada de los días ni de las semanas ni de los meses ni de los años, a desenredar los calendarios en la cama justo antes de arrugarla arrancándote hasta el último suspiro que quedaba en tus entrañas. Cerré todas las estancias desordenadas de mi corazón que daban a la fachada azotada por los vientos del norte heraldos de la ventisca y marcados por costurones del pasado que ocultaba a tus besos y a tus palabras.
Ahora que no queda nada de todo lo que era y ya no es me gustaría saber qué hacer con el desierto que me has dejado, con este mar vacío, inmenso, más inmenso sin ti y sin agua, repleto de barcos hundidos y de peces muertos y de estrellas de mar con cantimplora. Dónde ha ido todo lo que te lloré, porque no lo sabes pero te lloré un río entero, no un río chico como el que pasa por mi pueblo, que apenas si tiene agua ni peces ni ranitas verdes en su orilla, sino un río grande como el Nilo o el Missisispi por donde circulan barcazas cargados de tus recuerdos y tu risa y la sombra de tu pelo cuando mueves la cabeza.