Es lo único bueno que estoy viendo de este día por ahora. Estoy en una terrible, aburridísima reunión, y no dejo de pensar en todo lo que tengo que hacer, los múltiples problemas que llevo entre manos, y las pocas ganas que tengo de nada.
Tengo unos niveles de estrés considerables, que me están afectando personalmente. Todavía no me afecta a la salud, pero sí, y mucho, a las emociones. No tengo ganas de nada ni de nadie. Sólo quiero dormir, estar solo y leer. Quiero olvidarme de todo por un tiempo largo, aunque la experiencia me dice que eso no soluciona nada.
Lo que me preocupa es que antes aún tenía ganas de cambiar mi vida. No se han acabado las ganas en lo profesional o lo social (todo se andará) pero en lo personal es muy grave: no tengo ganas de nada ni de nadie. Ya no confío en nadie, no espero nada de nada ni de nadie, ni siquiera de la vida. Eso es grave para una persona como yo.
En otras ocasiones, mi carga de trabajo no era tan alta, y me solía esconder durante una temporada de misantropía que permitía restañar, que no cicatrizar las heridas. Pero ahora no hay manera; los requerimientos de atención, de mi tiempo, son desmedidos, como una terrible granizada. Como una tormenta que obliga a atender lo urgente en detrimento de lo importante.
No sé lo que haré. En estos casos el manual es claro: seguir peleando en lo que está claro, haciendo lo que se debe hacer en lo laboral, en lo social. Cumplir con las obligaciones no personales. No soltar más lastre que el necesario, aquél que realmente no se pueda llevar. Y esperar que algo ocurra en lo personal, lo que tenga que ser será, pero no tomar decisiones de calado emotivo cuando uno está completamente desenfocado.
Tengo que hacer eso, y aún así no hay garantía de nada. No hay garantía de poder dormir por las noches, de poder compartir ilusiones por y con los que te rodean, de tratarlos como se merecen, de estar satisfecho con tu vida. Eso no sé aún cómo repararlo.