Farenheit 451

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-Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí. «No importa lo que hagas -decía-, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre.»
Granger movió una mano.
-Mi abuelo me enseñó una vez, hace cincuenta años unas películas tomadas desde cohetes. ¿Ha visto alguna vez el hongo de una bomba atómica desde cientos de kilómetros de altura? Es una cabeza de alfiler, no es nada. Y a su alrededor, la soledad.
»Mi abuelo pasó una docena de veces la película tomada desde el cohete, y después manifestó su esperanza de que algún día nuestras ciudades se abrirían para dejar entrar más verdor, más campiña, más Naturaleza, que recordara a la gente que sólo disponemos de un espacio muy pequeño en la Tierra y que sobreviviremos en ese vacío que puede recuperar lo que ha dado, con tanta facilidad como echarnos el aliento a la cara o enviamos el mar para que nos diga que no somos tan importantes.
»Cuando en la oscuridad olvidamos lo cerca que estamos del vacío -decía mi abuelo- algún día se presentará y se apoderará de nosotros, porque habremos olvidado lo terrible y real que puede ser.» ¿Se da cuenta? -Granger se volvió hacia Montag-. El abuelo lleva muchos años muerto, pero si me levantara el cráneo, ¡por Dios!, en las circunvoluciones de mi cerebro encontraría las claras huellas de sus dedos. Él me tocó. Como he dicho antes, era escultor. «Detesto a un romano llamado Statu Quo», me dijo. «Llena tus ojos de ilusión -decía-. Vive como si fueras a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que, cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así. Y, si existiera, estaría emparentado con el gran perezoso que cuelga boca abajo de un árbol, y todos y cada uno de los días, empleando la vida en dormir. Al diablo con esto -dijo-, sacude el árbol y haz que el gran perezoso caiga sobre su trasero.»