Esta noche me ha costado dormirme, cómo no. Demasiados fantasmas pululando por mi cabeza. Me acabé un libro, empecé otro, me asome al enorme precipicio, al monstruoso agujero que se abre en mi corazón. Simplemente un paseo cerca del otro lado.
Fue una especie de catarsis, de revivificación. Fue un paseo tranquilo, en el que fui contando, punteando todas la heridas, todas las cicatrices que trazan el mapa de los errores, de los accidentes, de las reyertas. En aquellos momentos no tuve miedo, luego las pesadillas posteriores no corroboran este hecho.
Pero si algo me impresionó fue el enorme vacío, el horrible agujero insondable. Simplemente me impresionó ese vacío que ya me ocupa casi completamente. Algo triste, pero creo que inevitable, casi necesario. Quizá será porque ya no caben más muescas en el alma.
En determinados momentos la realidad se muestra descarnada, y toda la óptica con la que se ve el mundo se transforma. De repente todo cobra sentido, una revelación, habitualmente decepcionante porque no es lo deseado. La realidad nunca es lo deseado; nunca es triste la verdad: lo que no tiene es remedio.
Ahora toca ser piedra. Piedra para que nada nos haga más daño. Ahora toca blindarse, aunque cada vez hay menos que guardar en esta caja fuerte, salvo un enorme agujero del que no se vislumbra el fondo.
Fue una lástima. Siempre se equivoca mi corazón, nunca mi cabeza. Podía ser al revés por una vez.