He aprendido muy poco en esta vida. He errado mucho, a veces pienso que demasiado. Pero tengo claro sólo una cosa en la vida: no queda sino luchar.
Si eres una persona de ésas que no piensa, te digo sinceramente que te envidio. Me gustaría tener ambiciones sencillas: fútbol los domingos, sexo los sábados, pequeños placeres que te colman y se pueden obtener como cenas, juegas, amigos…
En mi caso no dejo de pensar en todo, así que nada me sacia. Cada detalle, cada paso de mi vida es analizado, meditado, sopesado. Y después: revisado, criticado. Así que cada paso representa mil dudas, cada sueño mil encrucijadas, cada decisión mil puertas cerradas. Todo se complica, todo lo complico.
Y he descubierto que la única solución que hay en la vida para gente como yo es no dejar de luchar. Nunca. Jamás. Aunque te sepas perdido, aunque no haya fe en lo que se hace, hay que luchar como dice el manual, como si fuéramos a ganar. Luchar por los objetivos, por los sueños, por las personas.
Hay que luchar por tres motivos: porque sin luchar no se consigue nada en la vida real. Porque sólo luchando hasta al final existe una posibilidad de que algo se logre. Y porque, si te derrotan, si caes, podrás dormir por las noches pensando que no fue por tu culpa, que tú hiciste todo lo que se podía haber hecho.
Claro, la lucha desgasta, enerva. Y a veces, tras una larga guerra, dejas de creer en lo que haces. Dejas de creer profundamente, abandonas ese sueño, ese objetivo. Sólo en ese momento, cuando tanto tu mente como tu corazón han decidido que ya no vale la pena luchar por ese sueño, por ese objetivo, por esa persona; cuando sea de verdad ese momento, puedes, entonces sí, dejar de luchar.
Nunca antes: los fantasmas te perseguirán toda tu vida.