Hace muchos, muchos años, en 1991, arrastraba mi vida por AIDO, feliz y contento, y las cosas empezaron a ponerse duras. Comencé a recortar textos, a imprimir frases o pasajes y pegarlos tras una puerta de un laboratorio (llamado «Almacén de becarios») y a mirarlos cada vez que necesitaba un poco de ánimo. Un poco de suerte.
Luego me fui, nos fuimos. Me llevé mis recortes que, en cierto modo eran mis viejos amigos, representaban la personas que había dejado atrás, muy a mi pesar. y allí empecé a colgar errores y aciertos: billetes de tren a Barcelona a ver a Carlota, la portada del primer CD que le grabé cuando los CDs eran trenes mitológicos que viajaban hacia el norte, el primer artículo publicado, la carta del CERN diciendo «ya si eso te llamamos», plazas ganadas o perdidas, entradas de Los secretos y Enrique Urquijo, pines de la revista Agua Limpia o de Piolín y Slvestre, que llevaba en la bata de Aido… Todo lo que me reconfortaba el corazón y me ayudaba a seguir luchando, me recordaba los errores y los, a mi juicio pocos, aciertos.
La tenía colgada enfrente del ordenador y, cada vez que levantaba la vista ahí estaba, recordándome que, como Roy Hobbs, no podía volver, había empleado demasiado tiempo en llegar hasta allí, aunque fuera en medio de ninguna parte.
Cuando al fin tuve una nueva casa se vino conmigo, y ahí está, frente al ordenador. cada vez la miro menos, porque está en una «zona tomada» de la casa. Y ahora me refugio aquí, pero hoy, frente a la impresora, cogiendo una entrada para ver a Andrés Suárez en Matisse este jueves que viene, me ha recordado que llevo mucho tiempo peleando, que estoy muy cansado.