Hace un año estábamos aquí sentados riéndonos juntos y hablando de ver en directo a Ferreiro.
Hace mucho más de un año, demasiado tiempo, empecé a sentirme responsable de todo y de todos. Una educación demasiado rígida y a todas luces equivocada hizo que me obligara a cumplir con las obligaciones que una persona como yo tenía. Así que dejé una vocación de astrofísica por motivos económicos y de lealtad, y me dediqué a una especialidad que me iba a dar de comer. Seguí trabajando y haciendo lo que debía, ahorrando, sacrificándome, sin dar opción al placer o al descanso. Decidí, quizá el único acierto de mi vida, investigar en la universidad, y puse todo mi empeño, pese a la adversidad que tenía el empuje de una locomotora.
Decidí hacer lo que mandaban los cánones: vivir en mi pueblo, formar una familia, ser un chico responsable, feo y formal. Al final conseguí, con mucho esfuerzo, aquello que me había propuesto. Pero me olvidé de mí, de mis sueños.
Siempre fui un soñador. Hasta hace un año. Me enamoré, siendo muy joven, de O’Conell y siempre soñé con irme a Alaska y tener un programa con Chris en la KBHR. Me encantaban las mañanas frías, brumosas, los países civilizados y las mujeres rubias de belleza y lealtad incomparables que me arrebataran el corazón. Acordaos de las películas de los 80 y los 90. Vivir en Nueva York o en Alaska o en Londres, tener un trabajo alucinante, creativo, investigando. Vivir la aventura de la vida, sin ataduras, con alguien a tu lado compartiendo pan y cebolla y amor y a Cortazar y a Los Secretos. Siempre he sido soñador, melancólico, enamoradizo, aventurero. Y cobarde, siempre pensando en el qué dirán, en no abandonar la seguridad por lo incierto y en que la familia lo era todo, para lo bueno y para lo malo.
Así que fui apartando como pude mis sueños, mis sueños del amor verdadero, de Escuela de Genios, de Carl Sagan, de la ESA y la NASA, de pasear por Manhattan, de «You had me at Hello«, de Alien, Schwarzenegger, Rocky Balboa, o de perderme con una sueca de poderosas caderas donde el Ártico pierde su dulce nombre. A fin de cuentas, no eran más que sueños, y no dan de comer. No te puedes comer el paisaje.
Y casi a medida que iba alcanzado mis metas, Ítaca, pobre, desharrapada, me mostraba cuánto me había vaciado para llegar a ninguna parte. Exactamente donde había planeado estar. La familia acabó por derribarme cuando más lo necesitaba, a dejarme colgado y a tener que pelear solo contra todo el mundo, sabiendo que no había nada detrás, que todo había sido una mentira. Tan sólo quedaron los consejos, que al menos eran buenos para sobrevivir. Sólo me quedó eso. Dureza para sobrellevar la defección.
Y la vida que había elegido tampoco era para tirar cohetes. Vivir en mi pueblo tampoco era gran cosa, la vida sólo eran pagos y responsabilidad y ataduras. El trabajo estaba bien, pero había entrado a la universidad por una puerta distinta y tomado un camino que me llevaba lejos, lejos de mis sueños. No era tan buen investigador como me imaginaba, ni este era el país.
Del amor, creí que en el 97 había purgado mis errores, que yo fui el malo y que no iba a cometer los mismos errores. Aunque cometí otros, y luego el hábito lo lame todo hasta darle suavidad satisfactoria y todo deja de ser vino y rosas y se convierte en ceniza y espinas. Así que todo empezó a venirse abajo. Y la mochila cargada hasta arriba con todo el equipaje para llegar hasta allí. Un peso que me hundía en la playa, a la vista de las palmeras.
Así que todos los sueños comienzan a reclamar su peaje, su abandono inicuo, y empiezas a arrepentirte de todo lo que has hecho y de todo lo que no has hecho. Y el tiempo pasa, tu tiempo se acaba, vulnerant omnes, ultima necat, y te equivocas creyendo que puedes cambiar algo. Que puedes rescatar algún sueño, ajado y maltrecho y salvarlo del derribo. Pero la línea de sombra ya estaba cruzada hacía mucho, y uno es prisionero de demasiadas cosas. Todo acabó rompiéndose de la peor manera.
Me quedé sin esperanza, como el que asume que todo ha acabado, que no hay posibilidad de escapar, de vivir, de soñar, de enamorarse, de ser feliz. Que todo se acabó hace tiempo, cuando no era ni siquiera consciente. Que nunca habrán sueños ni enamoramientos ni aventura ni felicidad ni amaneceres. Todo se acabó. Desesperación absoluta, porque sólo veo el fin más allá de cualquier destino. Desahuciado. Queda un montón de peso en la mochila que arrastrar, todos los compromisos del mundo adquiridos para llegar hasta aquí y que ahora hay que llevar, a fuerza de sacrificio, hasta buen puerto, porque ésa es mi responsabilidad. Sin ganas de seguir peleando con los problemas que me asedian, y son más de los que nadie imagina. Pero hay que hacerlo, es mi obligación. Siempre fue todo mi maldita obligación. Todo menos yo.
Y soy consciente de muchas cosas. Que desde fuera mi vida es envidiable y envidiada por algunos: trabajo, prestigio, familia, posición. Muchos darían algo por cambiar su vida por la mía. Yo también lo deseé un día. Ser más tonto, más feliz. Ésta es la vida que escogí, diseñé y perseguí a veces hasta jugándomelo todo para llegar. Y no me gusta.
También soy consciente, lo he dicho muchas veces, que si estuviera en Alaska o Nueva York, estaría odiando a quien estuviese a mi lado, que seguro otrora fue una muchacha de belleza y lealtad incomparables y ahora bruja cargada de kilos y defectos, y desearía volver a este país de mierda, a este pueblo, a esta guerra, y tener una vida sosa y aburrida hundiendo mis raíces en la tierra.
Hace un año o dos comencé a huir, a cambiar. A hacer lo que nunca hice y a a sacar de mi corazón negro y acartonado toda la bilis que había guardado durante 40 años. Y he cambiado y me he comprometido y me he equivocado y estoy arrepentido y estoy harto de mis compromisos y de este mundo y de este país.
Podéis verme. Me veréis huyendo por la vida, corriendo en la oscuridad sin saber a dónde voy, sin saber qué hacer ni contra qué luchar. Aguantando sin querer este tirón porque es mi obligación, pero sin convencimiento ninguno. Sin fe. Queriendo cambiarlo todo a la vez que desaparecer.
Ya veis, las cosas nunca son lo que parecen.