Uno no hace más que darle vueltas. A la vida y todo eso. Pese a las puñaladas que día a día recibimos de la gente que se dedica a hacer el mal, a mirarse en el ombligo, a joder por envidia o necedad. Días cargados, unos más que otros, y sin munición para tomar esa montaña escondida en la niebla que hay al final.
Pero no hablamos de los hijos de puta que anegan nuestras vidas. De los traidores, de los necios, de los mezquinos y cobardes, de los rastreros y de la gente con mal corazón. Hablo de esta vida mía que me cansa, me agota y no me llena, en gran parte por mi culpa.
Ya os digo que es cuestión de madurez. De no asumir que nuestra vida son sólo diez momentos que valen la pena perdidos en un tráfago de ruido, de monotonía, de mediocridad. Que harto de ver la televisión, he creído que encontraría una vida sin redundancia, viviendo intensamente buenos momentos al lado de personas de belleza y lealtad incomparables. Una vida sin el ADN basura que forma parte del 99 % de mi vida. De las perdidas horas en el coche, en los monótonos comedores, en las miserias peculiares de todos y cada uno de los humanos que nos rodean ¡Bendita elipsis cinematográfica!
Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza. Ya os digo que es mi problema el no ser capaz de encontrar lo que llena, lo que personalmente me llevaría un paso más allá. La riqueza de la humildad de quienes me rodean. Dejando aparte la defección, la traición y la ruindad de las personas que son incapaces de dar la cara, de jugarse la boca o de vivir con su conciencia.
No necesito otra vida, ni otra mujer al lado, ni otra novela sobre la mesilla de noche.
Necesito aprender a vivir conmigo mismo y a dejar de odiar un poquito.