En mi panteón de los sueños rotos (tan grande que he tenido que montar una línea férrea para recorrerlo, depósitos de víveres, abrigos y todos los pertrechos necesarios para recorrer y sobrevivir en grandes extensiones inhóspitas), yace el sueño de una gran biblioteca. Siempre desee tener una biblioteca enorme, decimonónica, con chimenea, mueble bar, tres o cuatro sillones de orejas, hilo musical y una mesita para dejar el whisky o el café. Y derramar días y días leyendo en soledad, huyendo del mundanal ruido.
Tengo una pequeña biblioteca en mi buhardilla, que acaba siendo un nido de trastos, sin sillones ni mueble bar. No me escapo del mundanal ruido, acabo leyendo en la cama, pero al menos tengo algo. Tendré 1000 y pico libros, de todos los palos, no hay libro pequeño. Tengo una biblioteca que legar a mis hijos, o que dejar alguien, o que se malvendan en los rastros o se quemen en hogueras. O acaben la basura o recliclados. Siempre algo físico.
La semana pasada me instalé mi primer libro electrónica (que ya me han regalado en papel). Pensaba entonces: ¿qué legaremos a nuestros hijos? ¿Un pendrive con todos mis libros, un disco duro? ¡Cómo cambian los tiempos!