Le he estado pegando un vistazo a mis entradas del año pasado, sobre todo hasta agosto. Fue una mala época. Muy mala. Allí se puede leer lo mejor de mí mismo, pero también lo peor. Mi extrema debilidad, la pérdida de autoestima, una caída autodestructiva que se prolongó y se prolongó y arrastró en mi caída tantas cosas, tantas esperanzas.
Tardé en darme cuenta del engaño. Tardé en recuperar el control y tratar de llevar las aguas a su cauce. Quizá tardé demasiado. Aunque la cabeza nunca perdió el control y tuvo la mano sobre el botón de autodestrucción mientras el abismo se acercaba más y más, no pudo evitar que todo acabara arrasado. Que mi corazón fuera un paraje yermo y desolado. Tullido sentimentalmente.
Ahora estoy en la fase siguiente. En la de autoestima, en la de recuperación, en la de fe. En la de lucha, en la de pagar las deudas moneda por moneda, hasta la última. La hora de los hombres.
Aunque en aquella caída hubo una persona que entró y salió de mi vida fugazmente, un escaso mes en que conoció mi peor cara. Tal como entró salió, y ahora no le puedo decir que lo siento.