El universo sería un lugar tolerable de no ser por los domingos por la tarde.

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Wowbagger el Infinitamente Prolongado era – es, en realidad – uno de los poquísimos seres inmortales del Universo.

Los que nacen inmortales saben superar el problema de manera instintiva, pero Wowbagger no se contaba entre ellos. El caso es que había llegado a odiar a todos aquellos serenísimos hijoputas. Había adquirido la inmortalidad de manera involuntaria, por un lamentable accidente con un estúpido acelerador de partículas, un almuerzo líquido y un par de gomas elásticas. Los detalles precisos del accidente carecen de importancia, pues nadie ha logrado jamás reproducir las circunstancias exactas en que ocurrió, y al intentarlo muchos han acabado con un aire de suma idiotez, o muertos.

Wowbagger cerró los ojos con expresión cansada y sombría, puso un jazz ligero en el estéreo de la nave y pensó que podía haberlo logrado de no haber sido por las tardes de domingo; sí, lo habría conseguido.

Para empezar, era divertido, se lo pasaba bien viviendo peligrosamente, corriendo riesgos, ganando una fortuna con inversiones muy productivas a largo plazo, y en general sobreviviendo mucho a todo el mundo.

Al final, lo que no podía soportar eran las tardes de domingo y esa horrible apatía que empieza a presentarse hacia las tres menos cinco, cuando se es consciente de que ya se han tomado todos los baños útiles posibles, de que por mucho que se mire a cualquier párrafo determinado de los periódicos nunca se llegará a leerlo de verdad ni a utilizar la nueva y revolucionaria técnica de poda que describe, y de que, mientras se mira el reloj, las manillas se mueven implacables hacia las cuatro y uno entra en la larga y sombría hora del té del alma.

De modo que las cosas empezaron a perder interés para él. Comenzaron a desaparecer las alegres sonrisas que solía esgrimir en los entierros de la gente. Empezó a despreciar al Universo en general y a todos sus habitantes en particular.

Ese fue el momento en que concibió su propósito, lo que le haría seguir adelante y que, hasta donde podía imaginar, le mantendría para siempre en movimiento. Era esto:

Insultaría al Universo.

Es decir, insultaría a todos sus habitantes. De manera individual, personal, uno por uno, y (eso era lo que más le hacía rechinar los dientes) en orden alfabético.