Tardes de viernes. De whisky, de amigos y de conversaciones. Cuando se olvidan las heridas, que duelen por las noches, por las tardes, cuando llueve. Cuando los recuerdos ululan como pieles rojas y ti Séptimo de Caballería se agazapa con resignación a esperar el fin.
Recuento mi vida, hago arqueo. Tantas, tantísimas peleas, batallas, escaramuzas. Tanto dolor, sufrimiento, tanta épica y degradación en todo lo que he hecho. Tantas derrotas que siguen doliendo, menos pero duelen. Las cuatro victorias, pírricas pero ahí están.
Ahora lo veo todo desde arriba, desde lejos, como si mi alma hubiese salido de mi triste vida y la observara, decrépita, ajada, desde arriba, ajena a todo y a todos, viendo mis sueños esparcidos, despedazados como cadáveres tras una explosión.
Sí es verdad, necesito otra vida. Necesito otra mujer, que me haga chocolate con churros y me haga la comida. «Gracias por recordarme asunto tan doloroso. Es como si me hiciéseis una herida y echáseis limón en ella«. Quizá sólo la necesito para darme cuenta de lo que tengo, para añorar lo que perderé. Nadie está contento con lo que tiene.
Pero no será en esta vida, ni en este mundo. Quizá en otra vida, en otro mundo. En un mundo raro. En la tierra de las segundas oportunidades, en el bulevar de los sueños rotos.