La vida en la trinchera acaba por pasarte factura. Toda tu vida se reduce a pelear por defender la trinchera, a ganar tres metros y a arrastrar tu equipaje, tu lastre por el barro esos tres metros a la nueva trinchera.
Siempre peleando. A costa de los sueños, a costa del futuro. A costa de la ilusión. Solo, tremendamente solo. Luchando por ganar unos palmos, por asegurar tu futuro. Solo, siempre solo disparando y arrastrando. Siempre solo.
Sin nadie que dispare contigo, sin nadie que tire de tu lastre. Sin nadie que te ayude, Venecia sin ti. Sin poder compartir lo que ven mis ojos, lo que oyen mis oídos, lo que vive mi vida. Sin poder compartir dos tickets, sin poder decirte de haberlo sabido, sin poder beber whisky con una mujer desnuda y en lo oscuro. Sentado a las puertas de tu corazón.
Solo, aguantando el mundo con la punta de la bayoneta mientras mi mundo se diluye, se escapa como arena entre las manos, se olvida de mí. Y sigo ahí, sólo, defendiendo quién sabe qué sin saber por quien ni para quien. Sin una palabra al oído en la noche infinita del alma, sin una caricia en el vacío absoluto. Añorando los sueños que nunca conseguiré. Y nadie se da cuenta de nada. Nadie acudió a la llamada de auxilio. Nunca acude nadie a las llamadas de ayuda de los huérfanos de esperanza. Ni siquiera tú. Solo otra vez, en la trinchera, defendiendo a nadie de nada.
El corazón se conforma con lo que pueda conseguir. Aunque en la trinchera a veces eso no basta.