Esta semana la crisis me ha alcanzado de una manera personal. Tengo que reconocer que el trabajo que tengo está bien pagado en tiempos de crisis (no tanto en tiempos de bonanza, pero eso es otra historia). Además, parece que es algo más estable que los demás y encima estoy en camino de mejorar. Además, compré la casa en 1998 y firmé la hipoteca en 2000, es decir, cogí el principio de la subida, y tras 8 años de economía de guerra he conseguido dejar la hipoteca en 400 euros al mes. Sigo en economía de guerra por convicciones personales y no dejaré de hacerlo a no ser que tuviese todo el dinero del mundo. Sólo compro lo que necesito; si tuviera que reducir gastos, sólo podría dar de baja el teléfono fijo, los dos móviles, la suscripción a Investigación y Ciencia y algún libro que me compro al mes. Pero sé que no debo quejarme.
Y es que gente que conozco y que no conozco se está viendo abocada al paro, familias enteras con todos los gastos del mundo y tan sólo el subsidio de desempleo que tarde o temprano se acaba. Cada casa es un mundo y cada mundo un problema. Y no todo ellos tienen el piso o el coche por capricho. Ahora, ¿qué?
En mi pueblo una empresa muy cercana a mí por muchos motivos ha tirado en dos meses a 140 personas de una plantilla de 165. Son 140 familias más con la soga al cuello. Y están todas las empresa igual, grandes y pequeñas. 140 familias ante la incertidumbre y los bancos, que afilan los colmillos con esa sonrisa hipócrita, de tanta experiencia.
Hoy no me quejo por mí, sino por ellos. Y es que cuando Dios aprieta, ahoga pero bien.