Decía Gardel que veinte años no es nada, así que cuarenta tampoco debe ser demasiado.
No puedo decir que no me afecte: la crisis de los 40 no es algo de lo que uno se libre sin un par de coscorrones y una semana en el hospital, pero acabo de sobrevivir al primero de mis últimos días con más o menos dignidad.
Como dice Amparo, me ha dado por hacer deporte: me han regalado un chándal, una camiseta deportiva, un pulsómetro y un tensiómetro. Tengo que empezar a cuidarme, que ya voy cuesta abajo en la rodada.
Cuesta abajo, con la línea de la sombra cruzada hace tiempo ya, adentrándome en la oscuridad que me rodea y me enerva en la batalla perdida ya de antemano. Todavía batiéndome el cobre en segunda línea (la primera la abandoné hace tiempo, ya no sé si gracias a dios o al diablo), todavía en ese viejo tercio de infantería que formamos todos aquellos que, tempus fugit, estamos en el medio de ninguna parte pero todavía guardamos la esperanza, ajada y remendada, de poder sentarnos a descansar en un lugar mejor. Agradecido a la hospitalidad de su mecedora.
Seguiremos, pese a las puñaladas rastreras y a traición de la vida y de los que nos rodean, dando la cara un poco más. Porque sabemos que, detrás de los gastados y sabidos amaneceres, bajo el frío y la penumbra, laten corazones que aún pueden dar lo mejor de sí mismos, que aún pueden levantarse un día y sable en mano aguantar otra carga entre el humo y la algarabía. Que detrás de todo esto hay un par de sueños por los que aún vale la pena moder el polvo media docena de veces.
Venga, que 40 años no es nada y febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra.
Me lo perdí, pero el último regalo es el DVD de El Concierto con mayúsculas, 30 años que tampoco es nada con Los Secretos, hombro con hombro y pena con pena. Gracias a todos.