Me encantan esas personas inconsecuentes por naturaleza, que miden con distintos raseros según su conveniencia. Egoísmo, puede llamarse a veces.
El caso es que estas personas me repatean el hígado hasta lo indecible. Nadie estamos libres de pecado, y todos tenemos defectos. Yo tengo los míos, que a veces creo saber cuáles son, a veces no. Aunque la inconsecuencia no es uno de mis defectos principales, incluso es una de mis obsesiones (pese a las posibles excepciones que cometo).
Por eso cuando encuentro a esos salvadores de la patria que exigen hacer lo que ellos dicen pero no permiten hacer lo que ellos hacen, me hierve la sangre. Aunque esta vez menos, cada vez me hierve menos la sangre porque cada vez confío menos en nadie, y todo lo doy por perdido, y sé dónde uno puede sujetarse y dónde y no, porque al fin y al cabo, si puedes confiar en alguien es en las malas personas: no cambiarán nunca.
Por eso hoy va por ellos: me demostráis que no estaba equivocado, que el tiempo pondrá a cada uno en su sitio, y que todo en esta vida tiene un precio. Que debió haberse armado cuando decidió decorar su salón con mi amigo.
Sin perdón. Escena del bar