No sé si conocéis una historia corta de Cortázar, «Casa tomada«. Creo que la leí por primera vez en Bestiario, no lo recuerdo bien, pero desde entonces ya no la olvidé. Nunca.
Es una historia muy de Borges, de Bioy Casares, muy cronopia. Sugerente y terrible como la inevitable muerte. Una historia que te traslada a un cotidiano escenario terrible, banal e irresistible, familiar y asfixiante.
Ultimamente algo está tomando mi vida, ya me entendéis. Esa vida repleta de estancias vacías, desangeladas por las que ulula el frío y los recuerdos se acurrucan en rincones polvorientos, esperando. Simplemente esperando.
Me gustaba pasear por esas estancias, lo hacía envuelto en mi luengo capote, sintiéndome protegido y cobijado, asomándome por desvencijadas ventanas a yermos jardines, agostados o nonatos, tan sólo imaginados, con su espacio reservado y nunca empleado.
Pero de poco tiempo a esta parte hay algo en esta vida, algo o alguien, ocupando estancias. Como Cortázar, noto que alguien ha tomado esa habitación. Ya no puedo entrar, la he perdido; no es que haya cambiado los polvorientos muebles y anaqueles de sitio y la haya limpiado y fijado y dado esplendor. No. Solamente me la ha quitado, y ya no es mía. No puedo usarla, no puedo volver a entrar nunca más, ni a asomarme por sus ventanas. No puedo abrir nunca más esa puerta. Y me voy retirando, como Napoleón acosado por el invierno ruso y los lobos y los propios rusos, perdiendo habitaciones por las que toda la vida he deambulado, con la inefable certeza de que ya jamás volveré a pisarlas, ya jamás podré cumplir los sueños que están amontonados, tirados en los rincones de mis habitaciones perdidas.
Cada vez me queda menos sitio, menos sitio en mi vida, menos habitaciones, menos sueños, menos espacio para huir y esconderme del mundo.
Y lo peor es que creo saber quién es el que ocupa mi casa.