En estos aciagos días escribo poco, por desidia u ocupación, y no me gusta. Se me pierden las ideas entre el tráfago de este verano desordenado y caótico que me azota.
Y esta mañana, cuando llegaba, no sé qué, si el olor de la tierra mojada, el sol, las caras cansadas y acostumbradas desde hace 22 años, la monotonía…no sé qué, pero algo ha hecho disparar recuerdos que tenía enterrados en catacumbas bastante profundas.
Yo hice la mili, hace ya 10 ó 12 años. No guardo malos recuerdos, ni buenos. Sólo unos cuantos mandos que conocí y que no eran malas personas, y la sensación inefable y agotadora de estar perdiendo el tiempo.
Y hoy, cuando después de hora y media de carretera (atasco, atasco) llegaba a la facultad, no sé por qué, se ha despertado en mí ese recuerdo. Esta universidad, aquel cuartel, con unas instalaciones decrépitas, casi sórdidas, esas caras sempiternas, esa sensación de pérdida de tiempo, de banalidad y futilidad, de impotencia, de resignación en todos los rostros y edificios y árboles y automóviles y socavones.
Ese no ir nunca a ningún sitio que es el denominador común de mi vida.
P.D.: Hoy están llegando, como un aluvión incontenible, las notificaciones de la reclamación a la habilitación que firmé (y firmo). Así que va a empezar el rosario de caras largas y recriminaciones, supongo. Aunque tengo la conciencia tranquila y la serenidad de que en este mundo uno debe hacer lo que debe hacer, y por ahí hay mucha gente que no lo hizo en su momento; llega el momento de pasar cuentas, para mí y para ellos. No veo qué hay de malo en lo que hago yo, y sí en cambio en lo que hicieron ellos. Y lo peor no fue lo que hicieron, que en todas partes cuecen habas, sino cómo lo hicieron.