Hace tiempo que ya no veo las luces encendidas, las siluetas reconfortantes de sus habitantes recortándose en las ventanas cuajadas de visillos innombrables.
De vez en cuando las recorro, furtivo como amante, silencioso como lobo, en penumbra, con sus ventanas y puertas cerradas a cal y canto y el mobiliario cubierto con un blanco sudario. Vislumbro sombras huidizas, quebradizas, de las lamias y ninfas que antaño las poblaron, y que ahora esperan a sus añorados sueños y amigos para que abran las ventanas y el viento del norte arrastre ese polvo del olvido que, poco a poco todo lo cubre sin que nadie lo advierta.
En las noches de tormenta las goteras salmodian su tétrica, rítmica canción del agua que recorre desvergonzada las alcobas, la biblioteca, la cocina, los sótanos, socavando las raíces, enmoheciendo todo lo que lame en su lascivo camino.
Hay que abrir las ventanas, tapar las goteras, sanear el jardín tomado por las malas hierbas y echar a esos ruidosos gnomos que cavan galerías todas las noches. Hay que salir a la luz del día, limpiar la plata y el bronce y relumbrar al sol como antaño.