A veces le asalta a uno la certeza de que todo está perdido. De que fracasó, hace tiempo, y cualquier acción o actitud que ahora tomemos, desde aquel preciso, fatídico momento, es inutil.
Y aun así seguimos peleando, porque la esperanza es un bien común a todos los hombres, incluso a quienes todo lo han perdido. Pero el tiempo pasa y demuesta de manera incontestable que todo está perdido. Todo está perdido.
Duele que todo esté perdido. Duele el hecho de poder sospechar, intuir a veces, que la derrota se fraguó en nosotros mismos, por inacción, omisión, por desidia o tozudez. Duele saber que no puedes dejar de pelear, aun sabiendo que todo está perdido, desde hace mucho tiempo. Que hagamos lo que hagamos no va a salir nunca nada bien. Por eso es difícil encontrar cada mañana una razón para levantarse. Mejor sería abandonarse a la desidia, a la autocompasión, a la fe.
Pero no lo hacemos. Como el toro triste bajamos la cabeza y embestimos al picador, tan cerca e inasible, tan lejano como los sueños de invierno.