Movidos por las intervenciones políticas cada vez más frecuentes en la apreciación de los acontecimientos del pasado y por los procedimientos judiciales que atañen a historiadores y pensadores, queremos recordar los siguientes principios:
La historia no es una religión. El historiador no acepta ningún dogma, no respeta ningún interdicto, no conoce tabús. El historiador puede ser irritante.
La historia no es la moral. El papel del historiador no es exaltar o condenar, sino explicar.
La historia no es la esclava de la actualidad. El historiador no aplica al pasado esquemas ideológicos contemporáneos y no introduce en los acontecimientos de otras épocas la sensibilidad de hoy.
La historia no es la memoria. El historiador, en un proceso científico, recoge los recuerdos de los hombres, los compara entre sí, los confronta con los documentos, con los objetos, con los rastros, y establece los hechos. La historia tiene en cuenta la memoria, pero no se reduce a ella.
La historia no es un objeto jurídico. En un Estado libre, no corresponde ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, aun cuando esté animada por las mejores intenciones, no es la política de la historia.
Violando estos principios, artículos de sucesivas leyes, notablemente las de 13 de julio de 1990, 29 de enero de 2001, 21 de mayo de 2001 y 23 de febrero de 2005, han restringido la libertad del historiador; le han dicho, so pena de sanciones, qué debe investigar y qué debe encontrar, le han prescrito métodos e impuesto límites.
Pedimos la abrogación de estas disposiciones legislativas indignas de un régimen democrático.
Jean-Pierre Azéma, Elisabeth Badinter, Jean-Jacques Becker, Françoise Chandernagor, Alain Decaux, Marc Ferro, Jacques Julliard, Jean Leclant, Pierre Milza, Pierre Nora, Mona Ozouf, Jean-Claude Perrot, Antoine Prost, René Rémond, Maurice Vaïsse, Jean-Pierre Vernant, Paul Veyne, Pierre Vidal-Naquet y Michel Winock.