En la autovía A-23, km. 17 sentido Valencia, ha agonizado durante un mes un libro. No he sabido su título, nunca lo sabré. Al principio yacía allí, indolente, impasible el ademán. Vino algo de lluvia, frío, viento, más lluvia. Empezó a ajarse, a alborotársele el pelo como a una chica yeyé. No parecía un libro de mucha calidad, un libro de bolsillo bastante grueso en rústica de infantería.
Todos los días lo veía, todos los días pensaba en parar y recogerlo y salvarlo. No me gustan los animales si no están en el plato, no creo que parara a socorrer a ningún animal en carretera; en cambio, me sentía extrañamente impelido a salvarlo. A parar en el arcén, fotografiarlo, recogerlo y ponerlo en mi estantería junto a los demás, uno más, como otros rescatados del fuego o de la basura. Reverte tiene bastante culpa de ese amor físico por los libros; también mi afición a leer, a pensar que un libro es el mejor amigo que uno puede tener, que los libros no son culpables sino los hombres.
Decidí parar este lunes a recogerlo, pero ese lunes no pasé. Y el martes había pasado la brigada de limpieza y una segadora y no quedaba ni rastro del libro. Tampoco era plan de ponerme a buscar en las bolsas de basura del Ministerio de Obras Públicas.
¡Maldita indecisión!