A propósito del artículo de Reverte de esta semana, empecé a darle vueltas acerca de cómo ha cambiado la sociedad. Quizá también de cómo he cambiado yo, desde la inocencia de la infancia al cinismo de la ¿madurez?. Añoro cuando el mundo se reducía a botarates y a hombres «como Dios manda». Allá donde fueras siempre había alguien, mi guía espiritual, alguien sencillo y honrado, con todas sus debilidades y la única virtud de hacer lo que uno debía hacer en cada momento, independientemente de lo políticamente correcto. Apelando a esa ley no escrita, terrena o divina, que nos permite intuir en cada situación qué es lo correcto y qué no lo es, impreso en nuestros genes. Gente que se viste por los pies, gente como Dios manda, gente de honor. La gente del alambre.
Daba cierta seguridad, consuelo satisfacción sentirse arropado, acompañado por hombres en que confiabas que harían lo que se tenía que hacer cuando pasara algo, cuando la vida se abalanzara sobre ti, sobre nosotros, con aviesas intenciones. Nada te garantizaba que saliera bien, que te salvaras, pero tenías esa confianza de que los que te acompañaban eran gente seria, dispuesta a cumplir con su deber. Ya digo, minados de debilidades, vicios, defectos, incluso una conciencia sucia y unos principios bastardos, pero con cierto pundonor.
Ahora me siento solo. Solo y perdido. Siento que cada vez, en esta sociedad mojigata, pacata, muelle, irresponsable, infantil, cada vez queda menos gente con las cosas claras. Con el sentido del deber, de la obligación, del sacrificio. Con una sociedad que premia la mediocridad, que valora más la derrota y el abandono que la victoria y la perseverancia, con la multitud de derechos y la ausencia de deberes que tenemos, es fácil que no encontremos a nadie que tome los caminos ásperos. Más fácil dejarse llevar por la situación, por los tiempos que cambian, por lo políticamente correcto.
Cada vez encuentro menos gente con la que te sientas seguro, en paz a su lado. Con esa sensación de que, cuando vengan las cosas torcidas, van a estar a la altura que nos gustaría, con denuedo, integridad, estoicismo, resignación, coraje, debilidad…
Cada vez me siento más solo ante el peligro, más solo, más agotado de luchar.
Será que me hago viejo, será la vida.