A veces en la vida no te queda más remedio que echar a andar sin pensar a dónde vas. Porque si lo pensaras, no te moverías. O lo echarías todo a rodar, te liarías la toalla a la cabeza y ardería Roma con Santiago.
Pero no lo haces, la mayoría de nosotros no tenemos el valor ni la clarividencia para hacerlo, así que sólo nos queda caminar en el desierto. Emprender esa travesía desnuda, desbrida, que nos permita justificarnos a nosotros mismos que todo tiene solución.
Caminar en el desierto, con la sed del que ansía agua, consuelo, descanso. Caminar solo, con la esperanza a cuestas de que algún día, en algún lugar, algo salga bien. Caminar en el desierto mientras aprendes a vivir con tus errores, mientras aprendes de ellos. Con el propósito de que al salir de tu desierto seas más fuerte, más sabio. Quizá más feliz.
Además, según ciertos libros poco recomendables, el desierto esconde tesoros inimaginables, caravanas de camellos hacia tu corazón, oasis donde reponer fuerzas, mujeres de tez morena y ojos profundos como estanques, puestas de sol infinitas, flores bellas como la aurora…
A veces el desierto no es tan seco y vacío como aparenta, simplemente hay que saber encontrar lo que se busca.