Reverte me puede

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(Publicado en el Semanal 976, del 9 al 15 de julio de 2006, por A.P.R.)

Tengo un problema. Viajo, salgo al extranjero. En aeropuertos y hoteles debo mostrar mi documento de identidad. España, pone de momento. Eso significa que cuando un recepcionista de hotel francés, una editora alemana o un periodista norteamericano me miran el careto, están viendo a un español. Y lo que es más grave: creen que están viendo a un español. A uno de los de ahora, ojo. El matiz es importante. Hace veinte años ibas por ahí y la gente pensaba: anda, mira, uno de allá. De un país normal, como todos, con su política, su economía, sus cosas. Un ciudadano europeo, y punto. Así caminabas por la vida sin complejos, pidiendo un café en Viena, un vino en París o una cerveza en Londres sin que se te cayera la cara de vergüenza. Y era un alivio que al fin fuera de ese modo, porque algunos nos habíamos echado la mochila al hombro cuando todavía, al conocer tu nacionalidad, la gente preguntaba qué tal nos iba a los españoles con Franco. Era de lo más incómodo. Pero a finales de los setenta la cosa cambió. Ser español se miraba incluso con simpatía, por la transición política y demás. Pero hace tiempo que no. Quiero decir que ahora, otra vez, da vergüenza. La gente ya no te mira compasiva, como durante la dictadura, ni simpática, como luego. Ahora unos te miran confusos, no sabiendo a qué atenerse, y otros con recelo, como diciendo: aquí tenemos a otro de esos anormales.

Porque vaya manera de hacer el ridículo, la nuestra. Qué forma de exhibir el esperpento de nuestra estupidez. Porque si la basura nacional la guardásemos para uso interno, todavía. Pero no. Hacemos bandera de ella, ondeándola sin rubor en cualquier foro exterior que se tercie. Ya me dirán ustedes con qué cara te paseas por el mundo el mismo día en que ocho eurodiputados españoles proponen al Consejo de Europa, a estas alturas de la feria, que declare el 18 de julio, aniversario del comienzo de una guerra civil española de hace setenta años, día internacional de denuncia del franquismo. O mientras aquí se aplaude a un fulano del IRA que hace chascarrillos públicos sobre las leyes españolas -¿imaginan a uno de Batasuna mofándose de la Justicia británica en Inglaterra?-. O mientras el director de un instituto público barcelonés boicotea, con carta remitida a Bruselas, una campaña informativa del Banco Central Europeo dirigida a los estudiantes, porque, al ser traducido a las lenguas autonómicas españolas, el folleto tiene una versión en catalán y otra en valenciano: «Greu error, contrari a tota evidència científica, com és considerar que català i valencià són llengües diferents». Y todo eso, mientras el Gobierno español deja atónito al parlamento europeo intentando que las distintas lenguas oficiales de aquí se utilicen allí -cosa que hace maldita la falta y cuesta una pasta-, pero sin garantizar que aquí el español se utilice donde se debe utilizar. Algo, por cierto, que durante su largo manejo del poder tampoco garantizaron, sino todo lo contrario, los ahora indignados pasteleros del amigo Ansar y el Pepé.

Por eso ahí afuera cada vez saben menos a qué atenerse con nosotros. Pero qué quieren estos tíos, se preguntan los corresponsales extranjeros. De qué van. Y al ridículo contumaz que hacemos ante el resto de Europa, al triste espectáculo de esta carrera de despropósitos suicidas, a la demagogia, a la incultura y a la poca vergüenza de nuestra clase política, añadimos el sainete de nuestra política exterior, la imperdonable incompetencia en cuestiones islámicas y norteafricanas, las fuerzas armadas desarmadas humanitarias de género, el choteo soberano, justificadísimo a la vista de este carajal de naciones marca Acme, que se traen en Gibraltar. A ver qué puede esperarse de un país al que hasta el Gobierno senegalés se toma a pitorreo, dándole lecciones sobre derechos humanos. Que tiene huevos. Pero quién va a respetar lo que denigramos nosotros. En esta España corrupta, oportunista, que no es más insolidaria e hija de puta porque no puede, las únicas alternativas son la sonrisa abyecta cuando se es débil, o el exterminio despiadado del adversario cuando hay poder suficiente y ocasión para ello. Poniéndolo, de paso, todo al mejor postor: memoria, presente y futuro. Y, encima, tanta vileza y mala fe, tantas vergüenzas y miserias, las exportamos sin pudor, exhibiéndolas ante un mundo que se frota los ojos, asombrado. De ahí mi repugnancia a que, como español que tengo la desgracia de ser, me pongan en el mismo saco que a ese director de instituto barcelonés o a esos ocho eurogilipollas.